Este miércoles en Ciudad Arte nos vamos para África. En el mes de la conmemoración de la herencia africana para reconocer y visibilizar las comunidades afrocolombianas, palenqueras y raizales; hablaremos Gloria Eraso, reconocida gestora cultural y ex directora de Asencultura, que nos acompañará y nos contará de su viaje al continente africano. Con esta maravillosa y encantadora conversadora, iniciamos la nueva serie de cultura en las regiones y hablaremos de cómo vivió el arribo al país, la cultura, las costumbres, la gastronomía y el clima que la recibieron, mientras hacemos un paralelo de algunas costumbres culturales colombianas.
Les dejamos una de las crónicas que Gloria escribió durante su viaje. Una detallada descripción de lugares, sensaciones y personas para quienes aún nos gusta y nos dejamos sorprender.
El Sahel
Gloria Helena Eraso
He venido a conocer el desierto. Ha llovido mucho las últimas tres semanas, agradecemos al cielo el regalo del agua, la lluvia transforma mucho este árido territorio, las gentes del desierto están hoy muy felices por todo lo que eso les significa. La inmensa extensión de arena está verde, ha crecido una hierba pequeña, de un verde claro luminoso, en algunos tramos han crecido también suaves espigas doradas y por todos lados crece un arbusto de hojas grandes pesadas, que da un fruto como de aire, abombado, parece de antes del diluvio, prehistórica.
En una camioneta alta, fuerte nos adentramos en el Sahel, es el nombre del ecosistema conformado por la franja sur del Sahara, bajo la soberanía de varios países. Nuestro destino es Mousuro, un pueblo a siete horas al norte de Ndjamena, la capital.Transitamos una carretera asfaltada, rodeada de casas nativas y charcos grandes formados por las últimas lluvias, algunos de estos lagos están llenos de hojas de loto con bellísimos nenúfares en su centro, de una blancura purísima, a veces los acompañan cúmulos de unas pequeñas flores lilas, más modestas pero de un color intenso y hermoso. Yo miro por la ventana como bebiendo el paisaje, esa es aquí mi tarea; sentir, mirar, observar, nombrar.
Luego de una parada en un poblado cruce de caminos, donde comimos “mouton”: cordero; todos de un mismo plato, servido con cebolla viva y ají a un lado, bien acompañados por enjambres de moscas volando en torno nuestro, estaba rico. De allí seguimos, abandonando la carretera por una “trilla” como decimos en Colombia, en nuestros llanos orientales: donde el camino es solo la huella de otros autos, solo una señal en la hierba, en la arena en este caso. Comienza a verse la pradera extensa, que hoy está verde, pero cuyo suelo es solo arena. El cielo jamás ha sido tan inmenso, todo lo que abarca la vista es cielo azul, tranquilo, iluminado, sin horizonte, solo cielo y una pequeña línea abajo, por la cual avanzamos.
Para mi sorpresa no pasa mucho tiempo sin ver algún pequeño grupo de casas, construcciones planas de paredes muy gruesas de tierra, hacen puntas en los extremos superiores partiendo de las esquinas en tramos parejos, evocando de manera muy básica un arabesco simple, tienen ventanas pequeñitas casi siempre triangulares, al parecer el tamaño de la casa habla del poder económico de su dueño. Me cuentan que el clima al interior de ellas es de aproximadamente 15 grados menos que en el exterior. Hay otras casas a su lado como complemento, son de paja, techo redondo, unos entramados de varas de madera y hojas de palma.
Más adelante vemos rebaños de corderos, de bueyes, de dromedarios, acompañándolos pequeños pastores, niños, casi siempre, vestidos de colores que saludan alegres. Ahora veo otras casas, además del entramado de varas y paja, éstas tienen telas de colores encima, son los nómadas, son los dueños de los rebaños, hacen rutas larguísimas por el desierto en forma de elipse, caminando, pastando sus rebaños, estacionando en los Wadis, buscando los pozos de agua. Son de los últimos nómadas de la tierra. Más adelante veo a las mujeres avanzar sentadas en sus burritos, de sus espaldas emerge una larguísima vara que se eleva muy por encima de ellas, pero al parecer es liviana, la llevan en equilibrio sobre la montura. Me relatan que es la base de los campamentos, cada jornada las mujeres bajan aquellas varas y arman los refugios en los que pernoctara la familia.
El estruendo de los pajarillos es fabuloso, igual que en el suelo, la vida cobra alas literalmente en los pájaros, cientos, millares de ellos piando por doquier, volando fugaces, rápidos, pequeñísimos, en bandadas. De cuando en vez llegamos a un grupo de árboles, no son muy grandes, acacias con muchas espinas, y vemos que en cada una hay muchos nidos, incluso los amigos que me acompañan, conocedores ya del desierto, están asombrados de tanta vida, de tanta lluvia.
Apenas entrando en el desierto lo vi, no dije nada y pensé que era mi imaginación que siempre busca e inventa pájaros, pero volví a verlo, pregunté a quienes me acompañaban: nadie sabía nada de un pájaro hermosísimo del desierto. Hasta que él se presentó a todos; al frente en el camino; sentado tranquilamente en un árbol, esperándonos, extendió sus alas y mostró los azules asombrosos de su cuerpo y el café, amarillo, blanco, una exclamación de todos al unísono confirmó lo bello y lo real que es.
Lo volví a ver varias veces más, tal vez porque de ahí en adelante lo busqué, en todo el camino siempre, encima de los escasos árboles, en los arbustos, en el cielo, se llama AbisynianRoler, y sólo vive en el desierto, siento que este indómito lugar nos ha dado la bienvenida.
Fotografías: Gloria Eraso
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